A todos los urbanitas nos encanta la idea de ser Crusoe por un día. Omitiendo lo mal que lo pasó; nos gustaría vivir algunos capítulos de la novela de Defoe; alguna noche, en una isla desierta, a la orilla de la playa, ante el crepitar de la hoguera, ante unos vasos de vino, el olor de las chuletas, el chillido de los pájaros nocturnos, la música suave, las historias contadas o inventadas; sentirse salvaje por unos momentos. Luego acaban las vacaciones y volver a las ciudades, con el cargamento fotográfico y esa agradable sensación de haber sido libres. Ya no habrá más hogueras que la de las chimeneas, o la de la barbacoa con los vecinos. Allí se queda Grecia con los recuerdos de un verano más. Una Grecia con playas salpicadas de chamusquinas y de basuras a medio quemar. Una Grecia que todos los años arde sin remedio.
¿Será cierto eso de que necesitamos vivir con la policía pisándonos los talones para que nos enseñe a comportarnos? ¿El hombre es bueno por naturaleza y la sociedad lo corrompe? ¿O son ambos gilipollas? Nos sentimos muy ecológicos cuando reciclamos las basuras de nuestras civilizadas ciudades, pero en la oscuridad de la noche, cuando nadie nos ve; en este país sin vigilancia; hacemos todo aquello que nos prohíben. Por ejemplo: hogueras.
En una isla deshabitada en medio del Jónico, muy verde como el resto del archipiélago, pero sin un alma a varias millas a la redonda, suelo fondear frecuentemente, sobre todo cuando entra el viento y desaparecen los barcos.
Un día, llegué justo cuando salía una flotilla, esperé a que se fuera el último y entré en la cala. Estábamos todavía dando las amarras a tierra y nos llegó un olor a quemado. Nadamos hacia la orilla y vimos un pino en llamas, sobre una hoguera rodeada de piedras y unos troncos dispuestos alrededor, como asientos. ¡Que bien se lo tenían que haber pasado!
Nuestra única arma fueron unos cubos y algunas botellas que se habían quedado tiradas en la playa. Tuvimos tiempo de maldecir en varios idiomas y a pleno sol, con un calor sofocante, tardamos varias horas en hacernos con el fuego. Volvíamos al barco exhaustos a descansar y al cabo de unos minutos el fuego volvía a brotar. Nos llevó todo el día. Os aseguro que si no hubiera sido por nosotros la isla sería ahora una peña marrón.
Ahora tiene un pino menos. Un pino superviviente de tantos inviernos y otros veranos. Un pino ennegrecido que desde la playa, como una sombra, nos abochorna. Y aunque nadie se lo crea, os juro por el azul del mar que nos habló. Nos habló con un lamento que rebotó por las montañas y se perdió en el mar:
-¡Idiooootaaassss!