Estambul

Post publicado en nuestro blog Navegando por Grecia.

Nos colábamos por la niebla. Sombras de grandes  barcos al ancla; evitarlos. Remota murga de bocinazos de los faros. La calma absoluta. La incertidumbre. Los olores. Los sonidos. La vigilancia extrema. El murmullo de algún motor lejano. El mercante que aparece de la nada. El mercante de cubiertas nevadas. El mercante que viene del norte; del negro mar. Y la silueta que se perfila en la niebla. Que no es solo niebla, si no también  humo y hollín, vapor; humanidad concentrada.

El perfil inconfundible de “La Ciudad”. El perfil que cualquiera dibujaría aún sin haberla conocido. La negra silueta de postizos minaretes de Santa Sofía. La hermosa de miles de aromas y varios nombres; todos griegos. La única que mereció llamarse “La Ciudad”; στην πόλη (stin poli) Estambul. La deseada Bizancio. La añorada Constantinopla.

Por el Bósforo, hasta Bebeck, a cinco millas al norte del Cuerno de Oro; navegábamos fascinados por lo que nos esperaba; porque intuíamos que aquella que poco a poco emergía de la niebla, era una de las más bonitas metrópolis que nunca antes habíamos visto.

Bebeck  es  uno de los barrios ricos y exclusivos de Estambul, antigua base de los yates antes de la construcción de las modernas marinas al sur de la ciudad. Huíamos de estas últimas; como todo viajero de presupuesto apretado; cogimos una de las boyas libres y nos amarramos a tierra, dejando el barco muy separado del muelle y bajando con la auxiliar. La cruda realidad es que te fondeas  en medio del Bósforo. El constante ir i venir de los mercantes y petroleros y la ola que entraba con vientos del sur lo hacían un poco incomodo; nada  muy serio; pero gratis en aquel entonces. Sus adinerados vecinos, no tenían inconveniente en que tomáramos agua de sus jardines para llenar los tanques.  Gracias a ello pudimos estar un mes entero en Estambul.

Era en febrero, con un frío glacial, apartando la nieve de la cubierta cada mañana. Fue un mes de un sol inexistente y colores fríos; de vientos grises. Pero la explosión de la ciudad, cada tarde, con la llegada de la noche, con las mezquitas encendidas y los cañonazos, con la gente agolpándose frente a los cafés, haciendo cola en los transbordadores, ante las barcas de enormes sartenes del cuerno de oro, con los gritos de los almuecines y el confuso aroma de los miles de vendedores ambulantes, suplía con creces la usencia de colores. Estábamos en Ramadán.

Un día largamos amarras y nos juramos no parar hasta ver el sol. Así fue, a muchos  nudos, con viento y corriente a favor; rumbo al sur, donde nos dijeron que había empezado la primavera. Desde entonces no he dejado de añorarla yo también.

 

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