Fabricando olas

Contemplaba orgulloso la estela de su barco. Esa estela que se perdía en el horizonte limpio de aquella mañana mediterránea. En proa divisaba ya su destino: Grecia, las soñadas islas griegas. Por popa dejaba atrás, al fin, unas costas que conocía bien por haber sido sus calas y bahías el espacio de crucero en elque había holgazaneado los pasados cinco veranos de su vida. Unas calas y bahías que en los últimos tiempos se habían puesto imposibles: ante la avalancha de tanto turista, tanta golondrina y tanto dominguero advenedizo. Y además, estaban los puertos; poco sitio y caros, muy caros, increiblemente caros.

Pero sobre todo estaba aquello… ¡lo que más le molestaba!, lo que le obsesionaba realmente: el meneo. Sí, el meneo. Eso de no poder estar en su cala de siempre, sin ver como su barco se agitaba como una batidora ante el paso de tanto ferry y tanta barca de turistas que habían proliferado en los últimos años.

Al fin, este año, su decisión fue firme, huía, este verano huía. Su destino Grecia, Las inacabables, las soñadas islas griegas. Buscaría las zonas más tranquilas, las de mejores calas y mares más protegidos. El buscaba el silencio, el placer del fondeadero seguro, resguardado, sin el funesto meneillo…

Y ahora, a solo unas treinta millas de Cefalonia, veía ya las primeras barcas griegas de pesca,

-caikes, creo que las llaman,-

eran de colores, pequeñas, como siempre las había imaginado. Unos pescadores parecían holgazanear, más que faenar, en cubierta. Alzó la mano para saludarles, ellos muy amablemente le devolvieron el saludo.

Se relajó, aún más, en el cómodo asiento, mientras contemplaba la estela de su barco. Esa estela, espumante, poderosa, que tanto admiraba. Esa estela generada por los 2500 caballos de los dos potentes moteres de su veloz  Astoindoa. Esa estela en la que tan grácilmente se meneaban, brincaban y saltaban las, hasta entonces felices, barquitas de pesca.

 

 

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